Un puerto al resguardo del morro de Talavera
diciembre 21, 2009
Juan Carlos Díaz Lorenzo
El municipio de Barlovento, que ocupa una extensión de 43,5 kilómetros cuadrados, tiene un tramo corto de cumbre -entre Tamagantera y el Pico de la Cruz, de 2.351 metros de altitud- y una amplia vertiente marítima con una doble fachada, una que se encuentra orientada al Este, baja y rocosa y otra al Norte, formada por altísimos escarpados cortados por profundos barrancos que descienden desde las cumbres, siendo el saliente más importante de la costa el promontorio de Punta Cumplida, localizado en la posición 28º 50’ 3″ N y 17º 46’ 6″ W, al que ya nos hemos referido en otra oportunidad con motivo de un trabajo sobre el faro existente en aquel lugar.
La construcción del faro, que tiene una torre cónica gris oscura, fue la obra más importante que se hizo en el municipio en la segunda mitad del siglo XIX, y continuó siéndolo durante muchos años después, hasta que a mediados de la década de los setenta del siglo XX comenzó la construcción del embalse de La Laguna de Barlovento, que se prolongó durante bastante tiempo y está considerada una de las obras hidráulicas más importantes de La Palma.
Entre 1845 y 1850, años en los que Pascual Madoz realizó su célebre «Diccionario», escribe que Barlovento está situado «al pie de las escarpadas cimas de la cumbre, inmediato a la playa del mar con buena ventilación, cielo alegre, despejada atmósfera y clima saludable (…) el terreno es áspero, barrancoso y lleno de cortaduras y desigualdades hasta la misma playa, pero en medio no faltan valles y cañadas de muy buenas tierras de cultivo, que regadas con diferentes manantiales de agua, son muy propias para diversos géneros de simientes y plantíos, especialmente bananos, naranjos cidroneros y todos cuantos frutos son propios de los trópicos».
A mediados del siglo XIX, las plantaciones de tuneras para la cría de la cochinilla, cuyo tinte demandaba la industria textil europea, aliviaron en parte la miseria de los campesinos y frenaron la corriente emigratoria hacia Cuba. El ciclo se mantuvo hasta la década de los años setenta de aquella centuria, cuando todo acabó con el descubrimiento de las anilinas artificiales.
A continuación comenzó el ciclo de las plantaciones de tabaco, que ofrecía empleo suficiente a las familias y asalariados de pequeños propietarios, con una producción para una industria que se presagiaba floreciente, pero que también se fue al traste cuando comenzó la competencia de las plantaciones peninsulares.
La emigración a Cuba tuvo, entre otras consecuencias, el envío de remesas que garantizaban la subsistencia de las familias que habían quedado en la tierra natal y, al mismo tiempo, contribuyó a que se produjera un cambio en la estructura de la propiedad de la tierra, de modo que posibilitó la transacción de una propiedad con múltiples explotaciones minifundistas en régimen de condominio a otra en la que el campesino adquirió la titularidad de la tierra. Los terratenientes, afectados de lleno por la crisis de la cochinilla, aceptaron vender una parte de sus propiedades a los indianos que habían hecho fortuna en el otro lado del Atlántico.
Este dinero era necesario, además, para financiar la construcción de las obras de regadío para la implantación de los cultivos de la caña de azúcar, primero y del plátano, después, en las explotaciones agrarias cuyo dominio absoluto aún mantenían.
En la década de los años veinte del siglo XX, el retorno masivo de emigrantes acabó por configurar el espacio minifundista en el municipio de Barlovento, pues las remesas se invirtieron en la adquisición de pequeñas parcelas, de unos pocos celemines por familia, para las plantaciones de plátanos y de otras infraestructuras aparejadas a las necesidades del cultivo: estanques, canalizaciones de agua y la apertura de galerías.
La expansión agraria redujo la migración al dar empleo a las unidades familiares de pequeños propietarios y jornaleros, que obtenían unos ingresos complementarios de la explotación forestal y también de los cultivos de cereales en las parcelas de patrimonio comunal. Frente a lo ocurrido en otros municipios insulares, cuyos bienes comunales conocieron un continuo proceso de privatización y acabaron siendo enajenados previa conversión en bienes de propios, atendiendo las propuestas de la desamortización de 1855, el vecindario de Barlovento se negó a perder ese patrimonio. «Una negativa -explican A. Macías y G. Cáceres- que carece aún de una adecuada explicación, aunque cabe pensar que la minoría rural que controlaba los cargos municipales no tuvo fuerza suficiente para imponer la privatización del comunal, frente a los intereses de la colectividad, o bien no tuvo capital para competir en la subasta de tales bienes con la terratenencia insular».
En 1888, Charles Edwardes, uno de los viajeros ingleses que llegaron a La Palma, cuando iba a lomos de caballería camino de Barlovento, escribe que «media hora después de que hubiera salido el sol, nos internamos en el primero de los doce barrancos que iban a caracterizar el día, el barranco de la Herradura, un profundo abismo que comenzaba prácticamente a la puerta de la casa de nuestro amigo. Al alcanzar el otro lado, trotamos alegremente en medio de varios acres de ricos campos de cereales, adornados con amapolas rojas y amarillas, y de altramuces. Entonces ascendimos hasta una llanura de tierra roja, igualmente fértil, y pasamos la villa de Barlovento, salpicada de excéntricos molinos de viento, y famosa en La Palma por el faro que guarda el extremo noroeste de la isla».
«Continuamos subiendo hasta encontrarnos rodeados de brezos y cerca de los pinos de las montañas a nuestra izquierda, que a estas horas se hallaba barrida por las nubes. Una vez que la geografía norteña de la isla se desplegó por debajo nuestro en forma de amplias pendientes hasta el rocoso litoral batido por las olas, entonces pudimos hacernos una idea de los obstáculos que nos aguardaban. ¡Un barranco tras otro hasta la costa! Desde el borde de estas soberbias hondonadas contemplamos las escarpadas pendientes de ochocientos y mil pies de profundidad, mientras nos preguntábamos cómo las íbamos a superar».
A pesar de este panorama de atraso agrario, a Barlovento también llegaron los vientos de la modernidad social y política del primer tercio del siglo XX, introducidos por los indianos y por los proletarios que trabajaban en las haciendas plataneras de Oropesa y sus aledaños, a pesar de que entonces Barlovento era todavía un lugar alejado, con caminos de herradura en pésimo estado, de modo que las comunicaciones de importancia se realizaban por el embarcadero de Talavera, a bordo de veleros y falúas que enlazaban con la capital insular, Santa Cruz de La Palma.
Desde hacía tiempo, en Barlovento se abrigaba la ilusión de que pudiera construirse un modesto puerto junto al morro de Talavera, que sirviera para la comunicación de personas y, al mismo tiempo, para la exportación de la producción frutera de la comarca y la importación de productos de necesidad, habida cuenta de la lentitud y las dificultades con que tropezaba la construcción de la carretera comarcal, que habría de demorarse todavía unos años más.
El 28 de julio de 1929, el ingeniero militar Fermín Gutiérrez de Soto presentó un estudio relativo al puerto de Talavera, en el que primero hace constar las características del territorio insular, destacando «la gran desproporción que existe entre la elevación de sus alturas y su extensión, unido a las enormes cortaduras, denominadas barrancos que, desde la divisoria, marchan a la costa», un hecho que dificultaba las comunicaciones terrestres entre los pueblos de la isla y de modo especial entre los situados en la zona Norte, y esa consideración «justifica el anhelo, cada vez más creciente, de los habitantes de todos los pueblos enclavados en esa comarca, y muy singularmente los de Barlovento, de buscar por vía marítima, lo que la Naturaleza, tan pródiga en otros países, les negó, casi en absoluto, por tierra y lograr por ese medio libre salida de los frutos de su trabajo, esencialmente agrícola, y entrada de los productos de otros pueblos, así nacionales como extranjeros, y contribuir al bienestar y progreso de sus hijos, en todos los órdenes de la actividad humana, concluyendo de una vez con el vergonzoso aislamiento en que han vivido durante tantos años».
El citado ingeniero levantó un plano del puerto de Talavera y su territorio próximo, así como el detalle de la situación general de la costa, trabajos que se efectuaron de «trámite obligatorio» en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 10 del capítulo III del Reglamento para Ejecución de la Ley de Puertos de 7 de mayo de 1880 «y con objeto de proponer a la superioridad, en su día, el proyecto de obras necesarias para su mejoramiento».
Gutiérrez de Soto añadía que la elección de Talavera «para el fin que se indica, no ha sido caprichosa ni ha sido motivada por el deseo de obtener determinadas ventajas para Barlovento, núcleo de población más próximo al mismo; sino que, al designarlo, se han tenido en cuenta circunstancias de conveniencia, condiciones naturales y situación que concurren en él y que han hecho sea objeto de atención preferente».
Para fundamentar su argumento, señalaba que «estudiado el perímetro de toda la costa Norte de la isla, desde Punta gorda a Punta llana, no existe ningún abrigo que pueda cumplir como tal, sino la pequeña rada de Talavera; siendo la única en la que, con la construcción de pequeñas obras, de muy poco coste, podía ser habilitada convenientemente».
«Dicha rada está formada por la parte de costa comprendida entre el fin del barranco de La Cabrita y un saliente de 200 metros, que avanza en el mar en dirección NE y está constituido por un mogón o peñón de una altura media de 20 metros y una extensión superficial en su parte superior de 7 metros y un perímetro en su base de 25 metros aproximadamente».
«La orientación de este peñón, con respecto a la línea general de la costa, demuestra a la simple observación, que con algunas obras de escasa importancia, las embarcaciones que fondeasen en la rada quedarían resguardadas de los vientos del E que son los reinantes en esta parte de la isla».
«El mencionado peñón está unido a la costa por una verdadera escollera natural de grandes rocas, sobre la que está construido un camino de unos 2 metros de su contorno, va al pequeño embarcadero, existente en la actualidad. La escollera tiene una longitud de 45 metros».
«Como se observa en el plano, al efectuar el levantamiento se practicaron diversos sondeos para determinar la profundidad de la rada en marea baja. Los perfiles de los mismos acusan una cota negativa de tres metros en la parte más aproximada a la costa y asciende rápidamente a cifras superiores a los 10 metros en la parte más avanzada del morro, lo que demuestra pueden fondear en la misma toda clase de embarcaciones menores y en general la carga que presta este servicio en el Archipiélago».
Con el puerto de Talavera enlazaban entonces tres caminos vecinales. En el citado informe se indica que «uno es el que va a Barlovento y se prolonga hasta los pequeños pueblos de Gallegos y Franceses hasta Garafía; otro es el que llega hasta el faro de Punta Cumplida y un tercero que atravesando el barranco de la Herradura llega a San Andrés y Sauces» y agrega que «además hay que citar el proyecto de camino vecinal desde Talavera a Barlovento, proyectado ya por el Estado y para el que hay concedido un crédito inicial de pesetas 15.144».
Durante la Segunda República, la extensión de la red de carreteras recibió un notable impulso en La Palma y el Cabildo Insular asumió la iniciativa de construcción de los caminos vecinales. También se mostró interés por la posibilidad de potenciar el lugar como punto de apoyo para la comunicación marítima de la zona. El 13 de junio de 1932, el ingeniero José Espejo presentó el proyecto de un transbordador aéreo en la pequeña rada de Talavera, para facilitar el embarque de la fruta y el transporte de mercancías, que no pasó del papel.
Pese a las buenas disposiciones, lo cierto fue que presiones de tipo político hicieron inviable el proyecto del puerto de Talavera -por miedo a que pudiera restar importancia a Puerto Spíndola-, y aunque en años posteriores los responsables municipales de Barlovento intentaron en varias ocasiones su posible reactivación, el esfuerzo resultó vano. El nuevo régimen tampoco mostró especial interés.
Publicado en DIARIO DE AVISOS, 13 de junio de 2004
Foto: Juan Carlos Díaz Lorenzo
Un viajero inglés en Barlovento
diciembre 9, 2009
Juan Carlos Díaz Lorenzo
El paisaje de Barlovento tiene uno de los encantos más atractivos de las tierras norteñas de La Palma. Desde hace varias décadas, un verde manto de plataneras se extiende desde Oropesa y aledaños bajo la atenta vigilancia del centenario faro de Punta Cumplida -una de las obras públicas más importantes de La Palma del siglo XIX-, cuya esbelta torre de piedra de cantería, situada sobre el promontorio de Punta Cumplida, domina ampliamente el paisaje. La producción, como es característica de la comarca, tiene una calidad indiscutible y contribuye al prestigio del plátano palmero en los mercados de referencia.
A más altura se encuentra el núcleo principal, Barlovento, cabecera del municipio más prometedor del norte insular, que ocupa, aproximadamente, la extensión que los investigadores prehispánicos otorgan al antiguo cantón de Tagaragre, situado entre los barrancos de La Herradura y Los Hombres, envuelto en la leyenda de Temiaba.
Más cercano en el tiempo, a mediados del siglo XIX, el célebre Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, de Pascual Madoz, editado en Madrid entre 1845 y 1850 [Ambito Ediciones, 1986, al cuidado de Ramón Pérez González], dice de este municipio que está situado «al pie de las escarpadas cimas de la cumbre, inmediato a la playa del mar, con buena ventilación, cielo alegre, despejada atmósfera y clima saludable». Formado por los pagos de «los Gallegos, la Palmita, Topa ó Cugas [Topaciegas], Catalanes, Medianías, Pedregales y las Cabezadas, con bastante número de casas esparcidas, de poca altura y por lo común cubiertas de paja», hacia 1850 tenía una población de 2.148 habitantes.
La iglesia parroquial, puesta bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, «que ocupa casi el centro de los pagos, es pobre y se sirve por un cura, dos sacristanes y un monacillo [monaguillo]; el curato es de entrada y se provee por S.M. o el diocesano, previa oposición en concurso general; tiene una ermita».
Al referirse a los límites municipales, el informante de Madoz dice que «confina al N con el mar, al E también con el mar y con San Andrés y Punta llana, al S con Tijarafe y Oeste con Garafía y Punta Gorda. Dentro del radio de su jurisdicción se encuentra la Caldera de Taburiente (v.), cuyo fondo hecho fértil con el tiempo y regado por muchas y abundantes corrientes de agua, provee de pastos a toda aquella parte de la isla, el Pico del Cedro, el de la Cruz y el de los muchachos, donde tiene su origen el r. Time, que después de fertilizar gran porción de terreno va a desaguar al mar; estos 3 picos son los puntos culminantes de la Caldera: la elevación del primero sobre el nivel del mar, es de 6.803 pies, la del segundo de 7.082 pies y la del tercero, de 7.234; en las faldas y hasta cerca de las cimas de los referidos cerros y por todo el camino que desde la Caldera conduce al pueblo, está poblado de bosques, de pinos, de brezos y otros muchos árboles y arbustos. El terreno, como ha podido inferirse por lo que se acaba de decir, es áspero, barrancoso y lleno de cortaduras y desigualdades hasta la misma playa, pero entre medio no faltan valles y cañadas de muy buenas tierras de cultivo, que regadas con diferentes manantiales de agua, son muy propias para diversos géneros de simientes y plantíos, especialmente bananos, naranjos cidroneros y todos cuantos frutos son propios de los trópicos».
La producción agrícola, además de lo citado, Barlovento también producía «pocos cereales, vino, almendras, miel, cera, seda, ganado lanar, cabrío, vacuno, de cerda y caballar». El capítulo económico se cifraba en 2.743.593 reales de capital de producción, 82.306 reales de capital imponible y una contribución de 34.149 reales.
Para acercarnos a una imagen retrospectiva del pasado, siempre resulta interesante conocer el testimonio y las impresiones de los viajeros del siglo XIX que recorrieron los caminos de la isla, entre los que figuran Charles Edwardes (1887) y Olivia Stone (1888).
Edwardes recoge sus impresiones en su libro titulado Excursiones y estudios en las Islas Canarias [traducción de Pedro Arbona, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1998]. Después de haber recorrido la villa de San Andrés y el poblado de Los Sauces, llegó el momento de continuar viaje en demanda de Barlovento, a lomo de bestias.
«Puntualmente, a las cinco de la mañana siguiente -comienza su relato-, fuimos despertados por nuestro mulero principal. Desde nuestra ventana, las cumbres de la Caldera, a tan solo cuatro o cinco millas de distancia, presentaban un terso color carmesí. Nos esperaba una larga y laboriosa jornada, por lo que no podíamos dedicar tiempo al disfrute exclusivo de las bellezas naturales. Todos, excepto nosotros, estimaban absurdo tratar de hacer el trayecto hasta Garafía entre el amanecer y el atardecer. Confiando en nuestros mapas, protestábamos que aquello tenía que ser posible. Encogiéndose de hombros y pronunciando ¡Ave Marías! y ¡carambas!, el alcalde acabó coincidiendo con nuestro anfitrión en que la empresa, aunque difícil, era ciertamente factible».
«Así, media hora después de que hubiera salido el sol -prosigue-, nos internamos en el primero de los doce barrancos que iban a caracterizar el día, el barranco de Herradura, un profundo abismo que comenzaba prácticamente a la puerta de la casa de nuestro amigo. Al alcanzar el otro lado, trotamos alegremente en medio de varios acres de ricos campos de ce-reales, adornados con amapolas rojas y amarillas, y de altramuces. Entonces ascendimos hasta una llanura de tierra roja, igualmente fértil, y pasamos la villa de Barlovento, salpicada de excéntricos molinos de viento y famosa en La Palma por su faro, que guarda el extremo noroeste de la isla».
«Continuamos subiendo hasta encontrarnos rodeados de brezos y cerca de los pinos de las montañas a nuestra izquierda, que a estas horas se hallaban barridas por las nubes. Una vez que la geografía norteña de la isla se desplegó por debajo nuestro en forma de amplias pendientes hasta el rocoso litoral batido por las olas, entonces pudimos hacernos una idea de los obstáculos que nos aguardaban. ¡Un barranco tras otro hasta la costa! Desde el borde de estas soberbias hondonadas contemplamos las escarpadas pendientes de ochocientos y mil pies de profundidad, mientras nos preguntábamos cómo las íbamos a superar. De hecho, ni siquiera los senderos estaban exentos de peligros. Estaban trazados en agudo zigzag en la cara de los pardos riscos, y allí donde se podía se habían clavado troncos de pino a la roca, dispuestos paralelamente y cubiertos con irregularidad de aulagas y barro, que formaban así una vía colgante de tres o cuatro pies de ancho. Cualquier caída desde el camino o por entre sus troncos suponía una forma de morir tan segura como simple. Incluso un mulo no parecía confiar demasiado en semejante obra de ingeniería y tuvo que ser arrastrado con cuidado por el hombre delante suyo, mientras se le empujaba y animaba desde detrás. En algunos tramos los troncos estaban tan podridos, que en una ocasión el animal hundió una de sus patas».
El viajero inglés se muestra impresionado después de atravesar los imponentes barrancos de Gallegos y Los Poleos. Tal impresión sigue cautivando, hoy en día, a propios y visitantes, ante el tajo que ha abierto la acción erosiva en el transcurso del tiempo medido en miles de años geológicos.
«Mas, aunque agotadores, estos barrancos resultaban tan grandiosos que lograban acallar nuestras quejas. En las partes altas los bosques eran espesos. Pudimos ver y oír débiles cascadas que iban a caer en los profundos lechos por entre las enredaderas. De vez en cuando las nubes que rozaban las cabezas de los barrancos se desvanecían para revelar los elevados picos y crestas, asombrosamente cercanos, con sus manchas y cúmulos de nieve en las grietas de las vertientes».
«Los dos lugares donde descansamos ese día eran, aunque por diferentes razones, muy atractivos. Desayunamos sobre una zona de césped junto a las azules piedras del fondo de un barranco, de cuyas rocosas paredes colgaban mimbreras, zarzosas y de gran longitud, cerca de la angosta salida al mar. A unos ochocientos pies por encima nuestro había una pequeña casa negra, la última que íbamos a ver en horas, dijeron los hombres. Hacia allá subimos penosamente, después de desayunar, para comprar huevos crudos, por dos, tres peniques y medio, y comer cuajo y suero con unos granos de azúcar, cuidadosamente pesados por la señora de la casa como si se tratara de una carísima droga. Eran las nueve de la mañana. A las dos de la tarde consideramos que nos merecíamos nuevamente otro descanso. ¡Qué encantadora región recorrida en el intervalo! Completamente sin cultivar, si no completamente incultivable. De las verdes colinas cubiertas de asfodelos y botones de oro, habíamos ascendido a las rocosas cimas coronadas de gigantescos pinos, cuyos troncos, de una yarda de diámetro, se alzaban rectos y sin ramas hasta una altura de entre ochenta y cien pies. Después de atravesar un bosquecillo de laureles y jaras, pisamos la mullida alfombra de pinochas abriéndose un interminable panorama de troncos de pino a nuestro alrededor, en una atmósfera tan fragante como estimulante. Y así llegamos a una pequeña cañada, cubierta por una bóveda de entremezclados laureles y pinos, y llena del canto de los mirlos. Un manantial corría, y fue a su lado que descansamos durante media hora en la fresca sombra».
A pesar de ir conducidos por muleros que debían conocer el camino, de la crónica de Edwardes se desprende que se habían perdido en su camino, lo que frustró su deseo de llegar a Garafía en una jornada de sol a sol:
«Por espacio de siete u ocho horas habíamos avanzado a paso ligero a través de aquella accidentada y elevada región. Entonces, cuando la luz comenzaba a difuminarse en las refulgentes copas de los pinos, los hombres admitieron que se habían extraviado. No era nada extraño, pero sí molesto. Gritaban, uno después del otro, mientras continuábamos dubitativamente, subiendo y bajando colinas, con la esperanza de que algún oculto pastor les oyera. En eso fuimos afortunados, ya que después de un rato escuchamos el tintineo de los cencerros vimos allá, en lo alto de un verde y cónico montículo coronado de pinos, un rebaño caprino y una pareja de muchachos cubiertos con largas capas blancas. Los chicos estaban tan asustados que contestaban «sí, señor», a todas nuestras preguntas. Sólo cuando comenzábamos a alejarnos, el más atrevido de los dos nos dio algunos consejos con voz estentórea.
Sus indicaciones nos llevaron de nuevo a lo alto de la montaña. En el camino penetramos en un banco de niebla, seca e inocua, que el sol atravesaba parcialmente, provocando extraños y bellos efectos visuales en nuestro entorno. El oro de las ramas laterales de los pinos se hallaba rociado de púrpura, las rocas se sonrojaban intensamente y las siemprevivas que las cubrían con profusión destacaban como amatistas en aquel bello escenario. Hasta el musgo bajo nuestros pies se teñía prismáticamente, y así, durante unos breves minutos, nosotros y todo lo que nos rodeaba sufrimos una transfiguración tan romántica como exquisita».
La viajera inglesa Olivia Stone se mostró poco interesada por conocer Barlovento con el recorrido que había hecho un año antes su compatriota. En su libro Tenerife y sus seis satélites [traducción de Juan S. Amador Bedford, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995], escribe lo siguiente:
«Continuamos hasta que llegamos al barranco de la Herradura, una garganta bastante atractiva, con agua y árboles. Dirigiéndonos hacia el mar, bajamos caminando por sus riberas una corta distancia, hasta que divisamos el faro. Es una construcción bastante moderna y, evidentemente, se considera uno de los puntos de interés de La Palma. Nos interesaba la gente más que el faro, así que no quisimos desperdiciar nuestro tiempo viéndolo. Hay sólo tres hombres al cargo del faro».
A comienzos del siglo XX, otro inglés, A. Samler Brown, en su Guía de Madeira, Las Islas Canarias y las Azores [traducción de Isabel Pascua Febles y Sonia C. Bravo Utrera, Cabildo Insular de Gran Canaria, 2000], dice de Barlovento que «está situado a 1.700 pies, población 1.986 habitantes, hay una iglesia y posibilidad de alojamiento, se llega en 1½ h. (es posible visitar el faro en 1½ h). Las Toscas de Barlovento, que se encuentra a 1.530 pies a donde se llega en 1¾ h, cuenta con una gran cantidad de dragos en los alrededores, no hay alojamiento. También merece la pena visitar el Bco. Gallegos, hasta cuyo fondo se puede descender 1.200 pies después de 3½ h, llegar a la venta de los Gallegos, a 900 pies, donde hay alojamiento. Después de este pueblo el paisaje es aún más hermoso, especialmente si se observa desde el sendero».
Publicado en DIARIO DE AVISOS, 2 de diciembre de 2007
Cien años en sociedad
diciembre 3, 2009
Juan Carlos Díaz Lorenzo
Conociendo el ánimo, la constancia, el tesón y el espíritu de trabajo, el amor a su tierra así como las ansias culturales y el afán de superación que han caracterizado a generaciones enteras de palmeros, no resulta difícil imaginarse el ambiente y el empeño con el que a comienzos del siglo XX un entusiasta grupo de jóvenes de Los Llanos de Aridane promovió la creación de la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane, de la que el próximo 24 de junio, festividad de San Juan, se cumple su primer centenario.
La vida social y cultural de la ciudad, del valle y de la Isla de La Palma tiene un claro referente en la contribución distinguida de esta sociedad ejemplar, exponente de su lema fundacional: Laboremus pro Aridane. Tal empeño está avalado por cien años de vida, cien años de historia en los que ha conocido diversas etapas en su desarrollo, condicionadas en muchos casos por el acontecer social, económico y político, aunque siempre libre e independiente en sus ansias de cultura y de libertad.
En los últimos años, la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane vive una época de notable esplendor y el viejo caserón de la plaza de España de la ciudad a la que enaltece, abrigado a la sombra de los corpulentos laureles de Indias y del viejo campanario de la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, es cita obligada para la cultura, la paz y la concordia de un pueblo noble y trabajador, cuya capacidad de liderazgo en el espacio insular resulta cada día más patente.
Una fecha tan significativa requería, obviamente, de un programa de actos acorde a la importancia del acontecimiento. En las últimas semanas estamos asistiendo a la celebración de un amplio elenco de actividades, así como de merecidos reconocimientos, como la Medalla de Oro de Canarias, Medalla de Oro de la Ciudad de Los Llanos de Aridane e importantes distinciones, entre las que figura la entrega de la Bandera de Canarias, de manos del consejero de Infraestructuras, Antonio Castro Cordobez; anteriormente había recibido la Bandera Nacional, en el transcurso de un emotivo acto cívico-militar; homenajes de diversa índole, actuaciones musicales, recitales poéticos, conferencias y un largo etcétera, todo lo cual pone de manifiesto la importancia de la entidad y su protagonismo.
La creación de la sociedad Aridane es el resultado del compromiso de un grupo de jóvenes de su tiempo al amparo del espíritu de las sociedades de instrucción y recreo, que tanto arraigo y prestigio tendrían durante toda una época. Quienes la promovieron tenían claro el protagonismo que estaría llamada a tener en el futuro. Sería la sociedad más significativa de la ciudad y del valle de Aridane -lo que acreditaría con suficiencia en el transcurso del tiempo- y estaría entre las más importantes de la isla, como así ha sido, convertida en un referente permanente para la cultura insular.
La tradición oral cuenta que a finales de 1905, en una noche lluviosa y fría del mes de diciembre, un grupo de jóvenes comprometidos con su tiempo y con altitud de miras, deseosos de compartir afanes y desvelos, fueron a reunirse en el inmueble del número 17 de la antigua calle del Medio, en la que vivía Manuel Carballo Wangüemert, en la que abordaron la idea de fundar una sociedad de instrucción y recreo que sirviera de punto de encuentro e inquietudes, forjando así el nacimiento de una entidad que acogiera las reuniones que hasta entonces se hacían en el cuarto de la música, en la piedra grande del Cantillo, en el muro bajo del Trocadero, en el tronco de la calle de la Salud, a la luz de candil de las ventas de la época o en las piedras de la cruz de doña Lorenza, lugares éstos que acogían a los jóvenes tertulianos de Los Llanos.
De los asistentes a aquella reunión conocemos sus respectivas identidades: Adolfo Pérez Ortega, Rafael Arroyo Cruz y Cipriano Castro Pérez, más el ciado Manuel Carballo Wangüemert. Los cuatro jóvenes se dirigieron al establecimiento que entonces regentaba José Amaro Duque en los bajos de la casa de la familia Kábana, en el número 9 de la antigua calle Real, donde se dieron cita otros jóvenes de su tiempo, interesados, como éstos, en el mismo objetivo. Ellos eran José Duque Guadalupe, Mariano Ferrer Bravo, José Campos Cabrera, Conrado Hernández de las Casas, José Pérez Díaz, Armando Wangüemert Leal, Benigno Carballo Carballo, Enrique Mederos Lorenzo, Antonio Carballo Wangüemert, Domingo León Rodríguez, Francisco Sosa Lorenzo y Manuel Ruges.
Como cabe suponer, el proyecto fue acogido con el mayor entusiasmo, de tal modo que, en consonancia con los ímpetus que adornan los años juveniles, aquella misma noche, y sin pérdida de tiempo, los promotores de la idea se trasladaron al barrio de Triana, donde vivía otro amigo coetáneo, Mauricio Duque Camacho, para pedirle a éste que su padre, Victorino Duque, accediese a alquilar los bajos del número 26 de la casa que poseía en la citada calle Real de la ciudad aridanense.
Tal empeño encontró el respaldo que merecía. Con la anuencia de Victorino Duque, los animosos jóvenes reunieron un modesto mobiliario y comenzaron a dar los primeros pasos como tal sociedad, trasladándose posteriormente a la antigua casa del recordado maestro León María Camacho.
A excepción de José Duque Guadalupe y José Campos Cabrera, que eran entonces personas de más edad, el resto de los promotores de esta empresa fueron exclusivamente jóvenes. Imbuidos, posiblemente, de la idea de que cuestiones de orden político o religioso pudieran influir negativamente en el buen fin del proyecto y alterar la armonía entre sus socios, uno de sus promotores, Conrado Hernández de Las Casas, propuso hacer constar en el reglamento la absoluta prohibición de hablar sobre estos temas.
En la noche del 24 de junio de 1906 quedó oficialmente constituida la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane, de la que fue primer presidente Mariano Ferrer Bravo, teniente del arma de Infantería, nacido en Cuba y destinado entonces en el Segundo Batallón de Cazadores La Palma nº 20.
Seis días después celebró su primera velada literario-musical, a la que se invitó a los presidentes de las sociedades que entonces existían en La Palma. No resulta difícil imaginarse el ambiente de euforia y entusiasmo que habría de presidir la reunión: ¡¡cuántos afanes y cuántos desvelos, cuántos ímpetus, cuántas ilusiones, cuántas inquietudes, cuánto orgullo en una tierra tan volcada en los afanes de la libertad!!
A partir de entonces, y pese a lo modesto de los inicios, la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane se convirtió en un elemento vital de la vida cultural de la ciudad y de la Isla. Puesto que se trataba de una sociedad de instrucción, en atención a dicho cometido, el 22 de noviembre de 1906 se aprobó la apertura de la Escuela Elemental Nocturna de Adultos, con el loable objetivo de enseñar a leer, gramática, aritmética, música, normas de urbanidad… todo con el afán de enriquecer la cultura del pueblo, que entonces, al igual que ocurría en otros muchos lugares del archipiélago, el índice de analfabetismo era elevado. A estas clases, que eran totalmente gratuitas, podían asistir tanto los socios y los hijos de socios, como aquellas personas que, siendo pobres, quisieran aprender a leer y escribir.
De las diversas actuaciones realizadas en sus primeros tiempos destacamos, entre otras, las siguientes: telegrama de condolencia por el asesinato del presidente de la sociedad «La Investigadora» de Santa Cruz de La Palma, Siro González de las Casas (septiembre de 1906); mensaje de despedida al presidente Mariano Ferrer Bravo (octubre de 1906); actuación de la compañía de zarzuela (enero de 1907); y nombramiento de Félix Wangüemert y Poggio como socio corresponsal en Barcelona (marzo de 1907).
En 1932 se suspendieron los bailes de carnaval por la epidemia de peste en Argual, cediéndose el salón de la sociedad al Ayuntamiento para la confección de ropas y demás necesidades con dicho motivo. En 1933, la señorita María Martín Capote, en representación de la Sociedad, fue elegida Miss Valle de Aridane. En 1935 expresó su condolencia por el fallecimiento de la señorita Dolores González Martín, miembro del orfeón de la Sociedad y en ese mismo año se rindió homenaje al maestro Ramón Pol Navarro.
El 19 de abril de 1936, Izquierda Republicana solicitó el salón de la Sociedad para celebrar un baile. En los días previos al 18 de julio, la Sociedad acordó hacerse cargo de la celebración de las fiestas de la Patrona, destinando los beneficios obtenidos a las mismas. El 8 de septiembre del citado año, solicitó al Tribunal Militar de Tenerife el indulto de la condena de pena de muerte impuesta al líder comunista palmero José Miguel Pérez.
Con el mayor sentimiento de tristeza, la Sociedad y cuantos le conocieron tuvieron noticia del trágico final de su primer presidente, Mariano Ferrer Bravo, en julio de 1936, mientras se encontraba de veraneo en la isla Cabrera, presumiblemente atraído por su afición a la entomología, fue detenido y trasladado a Menorca, siendo fusilado en las proximidades del puerto de Mahón.
Merece la pena que nos detengamos en esbozar en unas líneas la trayectoria de este personaje. Había nacido en La Habana el 26 de julio de 1883 e ingresó en agosto de 1899 en la Academia de Infantería, de la que salió en septiembre de 1901 con el empleo de segundo teniente. Desde septiembre de 1904 y por espacio de dos años estuvo destinado con el empleo de teniente en el Segundo Batallón de Cazadores La Palma nº 20, al que nos hemos referido. Durante su estancia en la isla se implicó decididamente en la vida social y cultural de la misma, convirtiéndose en uno de los fundadores y primer presidente de la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane.
En 1911 ascendió a capitán e intervino en los conflictos militares de Marruecos. Por su actuación fue condecorado con varias cruces rojas al Mérito Militar, que sólo se otorgan en caso de guerra. En noviembre de 1922 solicitó la situación de supernumerario sin sueldo y con residencia en el norte de África, ocupando plaza de concejal en el Ayuntamiento de Ceuta y correspondiente en Tetuán de la Real Academia de la Historia.
En 1924 pidió la vuelta al servicio activo y fue destinado al Regimiento de Infantería Covadonga nº 4, de guarnición en Madrid, aunque pasó destinado a la Sección Histórica del Estado Mayor Central. En 1925 ascendió a comandante y por entonces ingresó en el Real y Militar Orden de San Hermenegildo. En 1931, siendo comandante de la Caja de Reclutas nº 48 de Cartagena, se retiró del servicio activo. Hombre de vasta cultura y conocimientos, Mariano Ferrer hablaba portugués, árabe y traducía del francés. En reconocimiento a su trayectoria, la Cámara Municipal de Lisboa le concedió la Medalla de Oro de la ciudad; la Universidad de Coimbra le distinguió con su Collar de Oro y el Gobierno de Portugal, con la Cruz de Cristo en la categoría de Gran Oficial.
El 1 de febrero de 1937, la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane solicitó la conmutación de la pena de muerte que pesaba sobre Modesto Carballo Sosa. Eran tiempos difíciles. El 13 de enero de 1940, la junta general se celebró con la presencia del jefe de la Guardia Civil.
En los meses de junio y julio de 1949, con motivo de la erupción del volcán de San Juan, la Sociedad puso sus medios a disposición de las autoridades para ayudar en lo posible a los evacuados y damnificados. A finales del mes de julio recibió la visita del ministro de la Gobernación e ilustre paisano, Blas Pérez González.
El 3 de julio de 1955 se colocó una lápida de gratitud en memoria de los socios fundadores, así como otra en recuerdo del insigne maestro León María Camacho, donada por Cándido Rodríguez Ortega. Ese mismo día se celebró un homenaje a Tomás Felipe Camacho, uno de los palmeros más destacados de la primera mitad del siglo XX.
Galería de presidentes
La Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane ha tenido, hasta el momento, 46 presidentes, algunos de los cuales han repetido cargo en varias ocasiones. La relación es la siguiente:
Mariano Ferrer Bravo (1906), Conrado Hernández de las Casas (1906-1907), Ezequiel Cuevas Pinto (1907-1908), Francisco Sosa Lorenzo (1908-1909), José Kábana Valcárcel (1909), Enrique María Pérez y Pérez (1909-1910), Rafael Alonso Hernández (1910-1911), José María Pérez Rodríguez (1911-1912), Rafael Alonso Hernández (1912-1913), Armando Wangüemert Leal (1913-1916), Alfredo Llanos y Arroyo (1916-1917), Benigno Capote Carballo (1917-1919), Armando Wangüemert Leal (1919), José Campos Cabrera (1919-1920), Salvador García Sanguino (1920-1921), Armando Wangüemert Leal (1921), Mauricio Duque Camacho (1921-1924), Adolfo Pérez Ortega (1924-1925), Victorino Sierra Ruiz (1925-1927), Nereo Martín Pérez (1927-1928), Enrique Mederos Lorenzo (1928-1929), Adolfo Pérez Ortega (1929-1930), Nereo Martín Pérez (1930-1931), Tomás Felipe Carballo (1931-1932), Rafael Alonso Santos (1932-1934), Manuel Cáceres Hernández (1934-1935), Miguel Pereyra García (1935-1936), Juan Sánchez Rodríguez (1936-1937), Rafael Alonso Santos (1937-1941), José Orestes Pérez Pulido (1941-1948), Conrado Hernández Álvarez (1948-1953), Enrique Mederos Pérez (1953-1954), Oscar Hugo Hernández Simón (1954-1958), Rafael Arroyo Felipe (1958-1960), Francisco Lavers Pérez (1960-1962), Tomás Acosta Amuedo (1962-1965), Orestes Galván González (1965-1968), Vicente Sosa Hernández (1968-1970), Dionisio Castro Pérez (1970-1974), Juan Antonio Rodríguez Díaz (1974-1976), Dionisio Castro Pérez (1976-1979), Leodegario A. Mederos Pérez (1979-1987), Simeón Walter Acosta Nazco (1987-1997), Rosendo Javier Rodríguez Negrín (1997-1998) y Hugo Castro Bethencourt (desde 1998).
Todos ellos, y sus respectivos compañeros de junta directiva, así como sus muchos socios, se han esforzado para el progreso de la Sociedad de Instrucción y Recreo en beneficio del arte y de la cultura, de la paz y de la libertad. De su inquebrantable amor y respeto a su ciudad natal y a su Isla amada.
Publicado en DIARIO DE AVISOS, 18 de junio de 2006
Fotos: César Borja