Juan Carlos Díaz Lorenzo

El pueblo de Breña Alta, en primera persona, recordó el 16 de enero de 2007, el cincuentenario de la tragedia más grave ocurrida en la historia del municipio y de La Palma durante el siglo XX. Al amanecer de aquel día oscuro, con una espesa neblina que impedía la visibilidad más allá de una decena de metros y después de que durante toda la noche estuviera lloviendo con bastante intensidad, el agua corría desenfrenada con un caudal muy superior al que el cauce de los barrancos podían absorber, por lo que la tragedia se consumó en cuestión de minutos.

En su recorrido por la pendiente desde la zona alta, la corriente del barranco de Aduares había arrastrado árboles, piedras de diferentes tamaños, ramas y todo cuanto encontraba a su paso, taponando el puente de El Llanito y causando los primeros estragos en las viviendas que se encontraban a ambas márgenes, arrasando las casas, muebles y enseres y también a las personas que en ellas se encontraban o que trataban de huir ante la amenaza inminente. Comenzó así el doloroso suceso del que ahora se han cumplido cincuenta años.

El 16 de enero de 2007, un numeroso grupo de personas, entre ellos testigos presenciales del luctuoso acontecimiento, recordó a sus familiares y amigos muertos y desaparecidos, celebrando una solemne eucaristía en un paraje del barranco de Aduares, donde una cruz, a modo de sencillo monumento, rememora la tragedia.

Entre los testimonios más dramáticos recogidos en la prensa local, medio siglo después, destaca el relato de Antonio Mendoza Cabrera, que entonces tenía 19 años de edad. En la mañana de aquel fatídico día, él y su padre, Herminio Mendoza Vargas, se afanaban en ayudar a un vecino en apuros cuando vieron cómo bajaba una tromba de agua por barranco de Aduares. «Primero agarré a mi hermano pequeño, que tenía seis años y salí corriendo. Lo puse en la carretera y pedí que lo auxiliaran; que alguien salvara a aquel niño. Después volví para mi casa. Entonces cogí a mi hermana, que se llamaba Elvira y que tenía nueve años y le dije a mi madre que nos fuéramos, que aquello era el fin del mundo, salimos todos corriendo». Todos los miembros de su familia, entre ellos una hermana en avanzado estado de gestación, trataron de salvar sus vidas, aunque el esfuerzo fue inútil. «Caminaríamos unos seiscientos metros cuando el agua nos cayó encima y entonces sentí cómo se me partía la clavícula. En ese momento perdí a mi hermana. Nunca más la vi. Después del golpe, me desperté en el hospital. Perdí a mi madre…». De la familia de Antonio Mendoza Cabrera sólo lograron salvarse cuatro hermanos.

En la riada también perdió la vida otra familia, caso del matrimonio formado por Salvador Rodríguez Álvarez (50 años) y su esposa Benigna Cruz Martín (42) y sus tres hijos, Yolanda, Salvador y Terencio, de doce, ocho y cuatro años de edad, respectivamente. Diversos testimonios orales podemos encontrarlos en el texto del profesor Alfredo Mederos, que sirve de prólogo al libro Las décimas del temporal de 1957.

La catástrofe estuvo provocada por un frente de bajas presiones, que en aquella fecha recorrió el Archipiélago Canario en dirección noroeste a sureste y comenzó a descargar agua con fuerza sobre la Cumbre Vieja y otros parajes de la isla desde mediodía del 15 de enero. El temporal encauzó la corriente de agua por los barrancos de Aduares, Amargavinos y Aguasencio, pero llegó un momento en el que sus cauces resultaron insuficientes y cuando el caudal se desbordó, encontró su camino favorecida por la pendiente.

Aunque el foco más grave se localizó en el paraje denominado El Llanito, perteneciente al municipio de Breña Alta, también resultaron gravemente afectados diversos lugares de Breña Baja, sobre todo a lo largo del cauce del barranco de Amargavinos, a su paso por los pagos de San José y San Antonio. El citado barranco tiene una cuenca pronunciada y al llegar a la cuesta de San José presenta una considerable pendiente, lo que favoreció el desbordamiento de las aguas y de todo cuanto arrastraba, causando graves destrozos y la pérdida de vidas humanas.

En el municipio de Villa de Mazo también se contabilizaron víctimas en los pagos de Tirimaga y Montes de Luna, resultando con graves daños materiales el pago de San Simón. La existencia de zonas arenosas, que habían estado plantadas de viñedos y cereales, motivó que el agua buscara nuevos cauces en las zonas de mayor pendiente, provocando torrenteras y una avalancha de tierra y lodo que sepultó numerosas viviendas, bodegas, pajeros y corrales de animales domésticos.

En el extremo sur y en la vertiente oeste de la isla, las aguas torrenciales causaron estragos en los barrios de Los Quemados y El Charco, en Fuencaliente; y Jedey y Las Manchas, pertenecientes ambos a los municipios de El Paso y Los Llanos de Aridane.

Diario de Avisos, en su edición del 18 de enero de 1957, ofrece un panorama desolador. La crónica, firmada por Domingo Acosta Pérez, dice, entre otras cosas, lo siguiente:

«Breña Alta cuenta, al menos, 23 desaparecidos y 5 muertos, arrollados por el barranco de Aduares, que arrasó en El Llanito 19 casas, sin contar las del lado sur que, por sinuosidad del cauce, tal barranco haya podido dañar. ¿Nombres? Imposible. Ayer fuimos, y es tal el duelo, que el más templado no lo contaría sin lágrimas. Corrían aún furiosos los barrancos; los cercados anegados y las carreteras cegadas por la pertinaz lluvia; familias que lloraban por sus allegados; pasaba en unas parihuelas el cadáver de una víctima, «Juan el garafiano», cargado por el alcalde y números de la Guardia Civil».

En las sucesivas ediciones, Diario de Avisos fue aportando los datos del saldo de la tragedia: 24 víctimas entre muertos y desaparecidos, sólo en la comarca de las Breñas y Mazo, así como 413 personas evacuadas, un centenar de casas destruidas y otras 75 con riesgo inminente de ruina. Además, tanto en la comarca más afectada, así como en Bajamar y la Cuesta de Matos, en Santa Cruz de La Palma, Los Llanos de Aridane y Tazacorte, se advirtieron daños apreciables en el recorrido de la carretera general del Sur, presentando muros caídos, invasión de lodo y fango y roturas del firme, con el corte total en 13 puntos del recorrido y la destrucción de doce puentes. También se apreciaron dificultades de importancia en la carretera general del Norte, en las proximidades de Los Sauces, donde el agua también descargó con fuerza, registrándose entullo de barro, piedras, troncos y ramas de árboles.

Las autoridades recorren San Antonio, en Breña Baja, tras el desastre

La búsqueda de cadáveres y el desescombro de la riada se detuvo en la tarde del 17 de enero, para la celebración de la misa funeral en la parroquia de San Pedro Apóstol, en Breña Alta, que contó con la asistencia del capitán general de Canarias, José María López Valencia; el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, Andrés Marín Martín y las autoridades insulares, presididas por el titular del Cabildo Insular, Fernando del Castillo Olivares y el delegado del Gobierno, Rafael de la Barreda.

En su homilía, el párroco de San Pedro Apóstol, Esteban Santos González, dijo que «cuando hace un año vimos los daños del temporal en Breña Alta (se refiere al vendaval de 1956), con escombros y carreteras atravesadas por colosales eucaliptos, sentimos el alma sobrecogida… Pero todo es relativo y aquellos males son irrisorios si los comparamos con la tragedia de ahora, vivida intensamente en las Breñas y Mazo. No abundaremos en duelos, pero recordamos a las personas desaparecidas en El Llanito que con ilusiones de todo mortal, luchaban a diario para mejorar su porvenir. Para ellas, nuestras oraciones y sufragios para sus familiares y amigos, la resignación cristiana, que pedimos a Nuestro Señor».

El sepelio de las infortunadas víctimas constituyó una honda manifestación de duelo, celebrándose solemnes oficios religiosos en las parroquias de San Pedro Apóstol y El Salvador, así como en las restantes parroquias de la isla, por el eterno descanso de sus almas, en medio de nutridas presencias de fieles. Asimismo, unos días después, en Tenerife, Las Palmas, Madrid y en Venezuela, también se celebraron misas en memoria de las víctimas de la tragedia.

Los graves daños ocasionados en la carretera general y en otras vías secundarias -explica Luis Ortega en su libro Breña Alta, retrato con paisaje– determinó la decisión de las autoridades de utilizar el cabotaje como vía alternativa entre las dos comarcas de la isla, al igual que había ocurrido cuando la erupción del volcán de San Juan, ocurrida en los meses de junio y julio de 1949, garantizando, de ese modo, la exportación frutera y el tráfico de mercancías y de personas.

El presidente del Cabildo Insular, Fernando del Castillo Olivares y Van de Walle; el delegado del Gobierno, Rafael de la Barreda Díaz y el comandante militar, Ramón Lope de Haro, decidieron trasladar sus despachos de campaña al ayuntamiento de Breña Alta, entonces presidido por el alcalde Martín Cabrera Monterrey, desde donde informaron al ministro de la Gobernación, Blas Pérez González, de la magnitud del suceso y pidieron ayudas urgentes para tratar de paliar la gravedad de la situación.

La respuesta del ministro no se hizo esperar, como lo atestigua el telegrama recibido en la capital palmera y que se expresa en los siguientes términos:

«Con gran sentimiento recibí noticia de víctimas y daños causados en nuestra isla por el temporal. El Caudillo ha tenido a bien adoptar pueblos de Breña Alta y Breña Baja como más afectados y ordenar la reconstrucción de viviendas desaparecidas. Espero informes oficiales para proveer otras necesidades. Hagan presente a familias de víctimas mi sincera condolencia y a todos mis paisanos que comparto con ellos el pesar por la tragedia sufrida».

El 22 de enero, el Consejo de Ministros reunido en el Palacio de El Pardo bajo la presidencia del Jefe del Estado, resolvió la adopción de la zona afectada y la construcción de cien viviendas en Breña Alta, con un presupuesto de 15.000 pesetas cada una. Regiones Devastadas adelantó la cantidad de dos millones de pesetas para las obras de las casas y otros trabajos considerados de urgencia.

Las averías en carreteras y caminos, valorados en 15 millones de pesetas, se atendieron «inmediatamente» por orden del director general del ramo, siguiendo indicaciones del ministro Blas Pérez González. Los daños en cultivos, embalses y canales, se calcularon en más de treinta millones de pesetas, cuantía que fue compensada con ayudas y moratorias del Instituto de Colonización.

El 27 de enero, en el Teatro Madrid, se celebró una función benéfica a favor de los damnificados de La Palma, organizado por el Hogar Canario de Madrid y patrocinado por el ministro de la Gobernación, Blas Pérez González, acto que contó con la asistencia, entre otras personalidades, de los subsecretarios de Gobernación y Trabajo. Entre otros artistas invitados actuaron Paquita Rico, Carmen Sevilla y Miguel Ligero. «Bajo todos los puntos de vista -dice el despacho de la agencia Cifra-, el acto constituyó un éxito, registrándose un lleno total y siendo la recaudación muy lisonjera».

La solidaridad llegó a La Palma desde muchos lugares y, como señala Luis Ortega, «se vistió de todas las formas: de Santa Cruz de La Palma, cuyos habitantes se movilizaron desde el primer momento, y de la isla; de Canarias y de España, de Venezuela… ’porque la tragedia latió en todos los hogares’, según un romance de Gumersindo Galván: Aquel dieciséis de enero / la furia a La Palma llega / batiendo con más bravura / desde Mazo hasta las Breñas…».

De la tragedia, además de la memoria de quienes la vivieron y de las informaciones recogidas en la prensa de la época, caso de Diario de Avisos, el periodista palmero Luis Ortega Abraham trata con amplitud el luctuoso acontecimiento en el capítulo noveno, titulado «Sustos y avances del siglo», en su citado libro Breña Alta, retrato con paisaje (1995).

También ha quedado el testimonio en forma de décimas, que el profesor Justo Pérez Cruz compila en su libro titulado Las décimas del temporal de 1957 (2005), en el que recopila los versos de Simeón Marichal Negrín, Matilde Morales, Francisco Javier Pérez Santos, Nicolás Gómez Lorenzo, Nicolás Gómez Hernández, Ignacio Barreto Pérez, Juan Jerónimo Hernández Morera, Emiliana Pestana, Mercedes Abreu y un grupo de décimas anónimas firmadas con las siglas A.M.P., así como el romance Llora la isla, del poeta Gumersindo Galván de las Casas y el poema Madre, de Jesús Duarte Pérez, dedicado a su madre, Juana Pérez Crespo, que falleció al día siguiente del temporal después de ser arrastrada por las aguas junto a su hijo Félix, el inolvidable poeta y periodista.

Publicado en DIARIO DE AVISOS, 21 de enero de 2007

Juan Carlos Díaz Lorenzo

El municipio de Barlovento, que ocupa una extensión de 43,5 kilómetros cuadrados, tiene un tramo corto de cumbre -entre Tamagantera y el Pico de la Cruz, de 2.351 metros de altitud- y una amplia vertiente marítima con una doble fachada, una que se encuentra orientada al Este, baja y rocosa y otra al Norte, formada por altísimos escarpados cortados por profundos barrancos que descienden desde las cumbres, siendo el saliente más importante de la costa el promontorio de Punta Cumplida, localizado en la posición 28º 50’ 3″ N y 17º 46’ 6″ W, al que ya nos hemos referido en otra oportunidad con motivo de un trabajo sobre el faro existente en aquel lugar.

La construcción del faro, que tiene una torre cónica gris oscura, fue la obra más importante que se hizo en el municipio en la segunda mitad del siglo XIX, y continuó siéndolo durante muchos años después, hasta que a mediados de la década de los setenta del siglo XX comenzó la construcción del embalse de La Laguna de Barlovento, que se prolongó durante bastante tiempo y está considerada una de las obras hidráulicas más importantes de La Palma.

Entre 1845 y 1850, años en los que Pascual Madoz realizó su célebre «Diccionario», escribe que Barlovento está situado «al pie de las escarpadas cimas de la cumbre, inmediato a la playa del mar con buena ventilación, cielo alegre, despejada atmósfera y clima saludable (…) el terreno es áspero, barrancoso y lleno de cortaduras y desigualdades hasta la misma playa, pero en medio no faltan valles y cañadas de muy buenas tierras de cultivo, que regadas con diferentes manantiales de agua, son muy propias para diversos géneros de simientes y plantíos, especialmente bananos, naranjos cidroneros y todos cuantos frutos son propios de los trópicos».

A mediados del siglo XIX, las plantaciones de tuneras para la cría de la cochinilla, cuyo tinte demandaba la industria textil europea, aliviaron en parte la miseria de los campesinos y frenaron la corriente emigratoria hacia Cuba. El ciclo se mantuvo hasta la década de los años setenta de aquella centuria, cuando todo acabó con el descubrimiento de las anilinas artificiales.

A continuación comenzó el ciclo de las plantaciones de tabaco, que ofrecía empleo suficiente a las familias y asalariados de pequeños propietarios, con una producción para una industria que se presagiaba floreciente, pero que también se fue al traste cuando comenzó la competencia de las plantaciones peninsulares.

La emigración a Cuba tuvo, entre otras consecuencias, el envío de remesas que garantizaban la subsistencia de las familias que habían quedado en la tierra natal y, al mismo tiempo, contribuyó a que se produjera un cambio en la estructura de la propiedad de la tierra, de modo que posibilitó la transacción de una propiedad con múltiples explotaciones minifundistas en régimen de condominio a otra en la que el campesino adquirió la titularidad de la tierra. Los terratenientes, afectados de lleno por la crisis de la cochinilla, aceptaron vender una parte de sus propiedades a los indianos que habían hecho fortuna en el otro lado del Atlántico.

Este dinero era necesario, además, para financiar la construcción de las obras de regadío para la implantación de los cultivos de la caña de azúcar, primero y del plátano, después, en las explotaciones agrarias cuyo dominio absoluto aún mantenían.

En la década de los años veinte del siglo XX, el retorno masivo de emigrantes acabó por configurar el espacio minifundista en el municipio de Barlovento, pues las remesas se invirtieron en la adquisición de pequeñas parcelas, de unos pocos celemines por familia, para las plantaciones de plátanos y de otras infraestructuras aparejadas a las necesidades del cultivo: estanques, canalizaciones de agua y la apertura de galerías.

La expansión agraria redujo la migración al dar empleo a las unidades familiares de pequeños propietarios y jornaleros, que obtenían unos ingresos complementarios de la explotación forestal y también de los cultivos de cereales en las parcelas de patrimonio comunal. Frente a lo ocurrido en otros municipios insulares, cuyos bienes comunales conocieron un continuo proceso de privatización y acabaron siendo enajenados previa conversión en bienes de propios, atendiendo las propuestas de la desamortización de 1855, el vecindario de Barlovento se negó a perder ese patrimonio. «Una negativa -explican A. Macías y G. Cáceres- que carece aún de una adecuada explicación, aunque cabe pensar que la minoría rural que controlaba los cargos municipales no tuvo fuerza suficiente para imponer la privatización del comunal, frente a los intereses de la colectividad, o bien no tuvo capital para competir en la subasta de tales bienes con la terratenencia insular».

En 1888, Charles Edwardes, uno de los viajeros ingleses que llegaron a La Palma, cuando iba a lomos de caballería camino de Barlovento, escribe que «media hora después de que hubiera salido el sol, nos internamos en el primero de los doce barrancos que iban a caracterizar el día, el barranco de la Herradura, un profundo abismo que comenzaba prácticamente a la puerta de la casa de nuestro amigo. Al alcanzar el otro lado, trotamos alegremente en medio de varios acres de ricos campos de cereales, adornados con amapolas rojas y amarillas, y de altramuces. Entonces ascendimos hasta una llanura de tierra roja, igualmente fértil, y pasamos la villa de Barlovento, salpicada de excéntricos molinos de viento, y famosa en La Palma por el faro que guarda el extremo noroeste de la isla».

«Continuamos subiendo hasta encontrarnos rodeados de brezos y cerca de los pinos de las montañas a nuestra izquierda, que a estas horas se hallaba barrida por las nubes. Una vez que la geografía norteña de la isla se desplegó por debajo nuestro en forma de amplias pendientes hasta el rocoso litoral batido por las olas, entonces pudimos hacernos una idea de los obstáculos que nos aguardaban. ¡Un barranco tras otro hasta la costa! Desde el borde de estas soberbias hondonadas contemplamos las escarpadas pendientes de ochocientos y mil pies de profundidad, mientras nos preguntábamos cómo las íbamos a superar».

A pesar de este panorama de atraso agrario, a Barlovento también llegaron los vientos de la modernidad social y política del primer tercio del siglo XX, introducidos por los indianos y por los proletarios que trabajaban en las haciendas plataneras de Oropesa y sus aledaños, a pesar de que entonces Barlovento era todavía un lugar alejado, con caminos de herradura en pésimo estado, de modo que las comunicaciones de importancia se realizaban por el embarcadero de Talavera, a bordo de veleros y falúas que enlazaban con la capital insular, Santa Cruz de La Palma.

Morro de Talavera, en la costa de Barlovento, donde se proyectó un puerto que no pasó del papel

Desde hacía tiempo, en Barlovento se abrigaba la ilusión de que pudiera construirse un modesto puerto junto al morro de Talavera, que sirviera para la comunicación de personas y, al mismo tiempo, para la exportación de la producción frutera de la comarca y la importación de productos de necesidad, habida cuenta de la lentitud y las dificultades con que tropezaba la construcción de la carretera comarcal, que habría de demorarse todavía unos años más.

El 28 de julio de 1929, el ingeniero militar Fermín Gutiérrez de Soto presentó un estudio relativo al puerto de Talavera, en el que primero hace constar las características del territorio insular, destacando «la gran desproporción que existe entre la elevación de sus alturas y su extensión, unido a las enormes cortaduras, denominadas barrancos que, desde la divisoria, marchan a la costa», un hecho que dificultaba las comunicaciones terrestres entre los pueblos de la isla y de modo especial entre los situados en la zona Norte, y esa consideración «justifica el anhelo, cada vez más creciente, de los habitantes de todos los pueblos enclavados en esa comarca, y muy singularmente los de Barlovento, de buscar por vía marítima, lo que la Naturaleza, tan pródiga en otros países, les negó, casi en absoluto, por tierra y lograr por ese medio libre salida de los frutos de su trabajo, esencialmente agrícola, y entrada de los productos de otros pueblos, así nacionales como extranjeros, y contribuir al bienestar y progreso de sus hijos, en todos los órdenes de la actividad humana, concluyendo de una vez con el vergonzoso aislamiento en que han vivido durante tantos años».

El citado ingeniero levantó un plano del puerto de Talavera y su territorio próximo, así como el detalle de la situación general de la costa, trabajos que se efectuaron de «trámite obligatorio» en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 10 del capítulo III del Reglamento para Ejecución de la Ley de Puertos de 7 de mayo de 1880 «y con objeto de proponer a la superioridad, en su día, el proyecto de obras necesarias para su mejoramiento».

Gutiérrez de Soto añadía que la elección de Talavera «para el fin que se indica, no ha sido caprichosa ni ha sido motivada por el deseo de obtener determinadas ventajas para Barlovento, núcleo de población más próximo al mismo; sino que, al designarlo, se han tenido en cuenta circunstancias de conveniencia, condiciones naturales y situación que concurren en él y que han hecho sea objeto de atención preferente».

Para fundamentar su argumento, señalaba que «estudiado el perímetro de toda la costa Norte de la isla, desde Punta gorda a Punta llana, no existe ningún abrigo que pueda cumplir como tal, sino la pequeña rada de Talavera; siendo la única en la que, con la construcción de pequeñas obras, de muy poco coste, podía ser habilitada convenientemente».

«Dicha rada está formada por la parte de costa comprendida entre el fin del barranco de La Cabrita y un saliente de 200 metros, que avanza en el mar en dirección NE y está constituido por un mogón o peñón de una altura media de 20 metros y una extensión superficial en su parte superior de 7 metros y un perímetro en su base de 25 metros aproximadamente».

«La orientación de este peñón, con respecto a la línea general de la costa, demuestra a la simple observación, que con algunas obras de escasa importancia, las embarcaciones que fondeasen en la rada quedarían resguardadas de los vientos del E que son los reinantes en esta parte de la isla».

«El mencionado peñón está unido a la costa por una verdadera escollera natural de grandes rocas, sobre la que está construido un camino de unos 2 metros de su contorno, va al pequeño embarcadero, existente en la actualidad. La escollera tiene una longitud de 45 metros».

«Como se observa en el plano, al efectuar el levantamiento se practicaron diversos sondeos para determinar la profundidad de la rada en marea baja. Los perfiles de los mismos acusan una cota negativa de tres metros en la parte más aproximada a la costa y asciende rápidamente a cifras superiores a los 10 metros en la parte más avanzada del morro, lo que demuestra pueden fondear en la misma toda clase de embarcaciones menores y en general la carga que presta este servicio en el Archipiélago».

Con el puerto de Talavera enlazaban entonces tres caminos vecinales. En el citado informe se indica que «uno es el que va a Barlovento y se prolonga hasta los pequeños pueblos de Gallegos y Franceses hasta Garafía; otro es el que llega hasta el faro de Punta Cumplida y un tercero que atravesando el barranco de la Herradura llega a San Andrés y Sauces» y agrega que «además hay que citar el proyecto de camino vecinal desde Talavera a Barlovento, proyectado ya por el Estado y para el que hay concedido un crédito inicial de pesetas 15.144».

Durante la Segunda República, la extensión de la red de carreteras recibió un notable impulso en La Palma y el Cabildo Insular asumió la iniciativa de construcción de los caminos vecinales. También se mostró interés por la posibilidad de potenciar el lugar como punto de apoyo para la comunicación marítima de la zona. El 13 de junio de 1932, el ingeniero José Espejo presentó el proyecto de un transbordador aéreo en la pequeña rada de Talavera, para facilitar el embarque de la fruta y el transporte de mercancías, que no pasó del papel.

Pese a las buenas disposiciones, lo cierto fue que presiones de tipo político hicieron inviable el proyecto del puerto de Talavera -por miedo a que pudiera restar importancia a Puerto Spíndola-, y aunque en años posteriores los responsables municipales de Barlovento intentaron en varias ocasiones su posible reactivación, el esfuerzo resultó vano. El nuevo régimen tampoco mostró especial interés.

 Publicado en DIARIO DE AVISOS, 13 de junio de 2004

Foto: Juan Carlos Díaz Lorenzo

Juan Carlos Díaz Lorenzo

El Parque Nacional de la Caldera de Taburiente celebra en estos días el cincuentenario de su creación. Ocasión propicia, sin duda, para hilvanar unas líneas sobre la innegable importancia de este prodigioso espacio natural, orgullo legítimo de las generaciones de la Isla de La Palma y admiración de cuantos la visitan.

Un hecho que suscitó entonces un gran interés, y que se ha mantenido en el transcurso del tiempo, por lo que implica de protección de esta singular joya paisajística y ecológica, que contiene y ofrece un paisaje grandioso y espectacular.

La declaración del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente constituye, sin duda, uno de los cinco hitos importantes en la consolidación de los espacios naturales protegidos en España. El primero, en 1918, se refiere a la creación de los parques nacionales de Covadonga -que más tarde daría origen a Picos de Europa- y Ordesa. El segundo, en 1954, lo constituye la declaración de los parques nacionales de El Teide, en Tenerife, y la Caldera de Taburiente, en La Palma.

Es interesante apreciar que entonces habían transcurrido 36 años desde la declaración de los dos primeros y lo cierto es que con dicha decisión, en un escenario social y político diferente, el Gobierno relanzó la política de creación de parques nacionales, con el objetivo de conservar su naturaleza y facilitar el uso y disfrute ciudadano. También, en esta época comenzó a tomar forma la idea de que debían ser unos espacios gestionados para proteger su flora y su fauna.

La declaración del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente aparece en el decreto de 6 de octubre de 1954, publicado en el BOE de 30 de octubre del citado año, con un texto articulado en cuatro puntos. En sus orígenes tenía una extensión aproximada de 3.500 hectáreas, pertenecientes al término municipal de El Paso, siendo sus límites «la línea de cumbres o crestería determinada por los conocidos vértices o picos de la Cruz y Piedra Llana en NE, de la Nieve, de la Sabina y de las Ovejas con el de Bejarano (sic.), éste con el de Idafe y éste con el de Somada Alta por el Sur; para seguir por la cumbre marcada por los picos llamados Roque Palmero y Roque de los Muchachos por el Oeste; cerrando la línea del Norte la cumbrera que enlaza este último vértice con el pico de la Cruz primeramente citado».

El órgano rector del Parque dependía entonces de la Dirección General de Montes, Caza y Pesca Fluvial y tenía su sede en Santa Cruz de Tenerife, estando presidida por el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, correspondiendo la vicepresidencia al presidente del Cabildo Insular de La Palma. Los vocales serían representantes del Ministerio de Obras Públicas y del Ministerio de Información y Turismo, designados por los titulares de uno y otro departamento; el ingeniero-jefe del Distrito Forestal, en representación de la Jefatura Nacional de Caza, Pesca, Cotos y Parques Nacionales; el alcalde de El Paso; un representante del Cabildo Insular y otro de la propiedad, y tres más nombrados por el Ministerio de Agricultura a propuesta del gobernador civil, «oído el Cabildo de La Palma, entre personas que por sus condiciones y conocimientos estén indicadas para el cargo». El cargo de secretario se delegaba en un ingeniero de sección del Distrito Forestal de Santa Cruz de Tenerife.

La Junta tenía como funciones «cooperar en la conservación, fomento del Parque Nacional y público conocimiento del mismo, pudiendo realizar cuantos actos y gestiones estime procedentes en relación con la propaganda y atracción del turismo nacional y extranjero».

En 1981 se procedió a la ampliación y reclasificación del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, en los términos que recoge la Ley 4/1981, de 25 de marzo (Jefatura del Estado) y publicada en el BOE número 90, de 15 de abril siguiente.

En el articulado de la citada ley se define claramente la protección, zona periférica, Plan Rector de Uso y gestión, planes especiales, colaboraciones, limitaciones de derechos, la creación del Patronato, los medios económicos y la participación de las corporaciones locales.

Los límites del Parque, según se define en el anexo I, son los siguientes:

Norte. Línea de cumbres, lindando con el monte público y término de Garafía, desde la Degollada de Izcagua, por el Roque de los Muchachos y Fuente Nueva, a la Degollada de Franceses, con el monte público y término de Barlovento, desde aquella degollada, al Pico de la Cruz; con fincas particulares del término de San Andrés y Sauces, desde aquí, al vértice de Piedra Llana.

Este. Línea de cumbres lindando con fincas particulares y monte público de Puntallana, desde Piedra Llana a la Degollada del Barranco Seco; con el monte público y término de Santa Cruz de La Palma; desde aquí, por el Pico de la Nieve y Degollada del Río, el vértice de las Ovejas.

Sur. Desde el vértice de las Ovejas y a través del monte público de El Paso, en línea recta a la Vereda de Ferrer, en el barranco de los Cardos, donde cruza el camino vecinal de la Cumbrecita, sigue a lo largo del camino forestal de Ferrer hasta su final, y por la curva de nivel de 1.300m, hasta el Lomo de los Caballos, en las faldas del Pico de Bejenado.

Oeste. A partir del Lomo de los Caballos, en la cota 1.300, en las faldas del Pico de Bejenado hacia la barranquera del Caballito, atravesando el barranco formado por la confluencia de los de Almendro Amargo y Rivanceras, hacia la Fajana de las Gamonas, donde existe una construcción de hormigón con una cruz y desde allí a la Somada Alta; de aquí, por línea de cumbres, lindando con el monte público y término de Tijarafe, por el Roque Palmero a la Degollada de Garome, y de aquí, con el monte público y término de Puntagorda, por el Morro de la Crespa a la Degollada de Izcagua.

En el anexo II se detallan los límites de la zona periférica de protección, que son los siguientes:

Norte. Desde el vértice de las Moradas en Garafía hasta la Fuente de Corcho en el límite de Barlovento, y desde este punto en línea recta a través de los términos de Barlovento, San Andrés y Sauces y Puntallana a la Casa Forestal.

Este. Desde la Casa Forestal en Puntallana y en línea recta a través de los términos de Santa Cruz de La Palma y Breña Alta hacia el vértice del Reventón, en el límite de El Paso y desde aquí, siguiendo la divisoria de estos términos hasta el refugio de El Pilar.

Sur. Desde el refugio de El Pilar en línea recta hasta montaña de Enríquez y desde aquí al punto donde el camino de la Cumbrecita corta el monte público de El Paso, desde donde gira hacia el Oeste en línea recta a la montaña de Yedra y La Viña.

Oeste. Desde La Viña y en línea recta hacia el Norte hasta Hoya Grande en el límite de Tijarafe y El Paso, y desde aquí por el término de Tijarafe en línea recta hasta la cota 2.000 en el barranco de la Caldereta y desde aquí en línea recta a través de Puntagorda hasta llegar a las Moradas de Garafía.

Impresionante aspecto interior de la Caldera de Taburiente

Picachos dominantes de las paredes interiores de la Caldera de Taburiente

Roque Idafe, icono de la Caldera y de La Palma

Plan Rector
El Plan Rector de Uso y Gestión (PRUG) del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente se aprobó mediante real decreto 1410/86, de 30 de mayo y se publicó en el BOE número 162, de 8 de julio de 1986. La superficie total aumentó a 4.690 hectáreas.

En el citado documento se definen los objetivos generales del Parque Nacional, establecidos de acuerdo con el espíritu de la Ley de Espacios Naturales Protegidos, con el régimen jurídico propio del Parque y con la filosofía de Parque Nacional de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, en los siguientes términos:

1.- Proteger el paisaje, la integridad de la fauna, flora y vegetación autóctona, la gea, las aguas y la atmósfera y, en definitiva, mantener la dinámica y estructura funcional de los ecosistemas existentes en el Parque.

2.- Proteger los recursos arqueológicos y culturales significativos del Parque.

3.- Restaurar, en lo posible, los ecosistemas alterados por la actividad humana, sin perjuicio de los objetivos anteriores.

4.- Garantizar la persistencia de los recursos genéticos significativos, especialmente aquellos en peligro de extinción.

5.- Eliminar, lo antes posible, los usos y derechos reales existentes en el territorio del Parque, incompatibles con los objetivos anteriores.

6.- Facilitar el disfrute público basado en los valores del Parque, haciéndolo compatible con su conservación.

7.- Promover la educación ambiental y el conocimiento público de los valores ecológicos y culturales del Parque y su significado.

8.- Integrar la gestión del Parque Nacional en el contexto general de la Isla.

9.- Promover el desarrollo socioeconómico de las comunidades asentadas en la periferia del Parque.

10.- Aportar al patrimonio nacional y mundial una muestra representativa del ecosistema primigenio del pinar canario con alto nivel de flora endémica, en un marco de especiales características fisiográficas, participando en los programas internacionales, preferentemente europeos, de conservación de la naturaleza.

Para hacer compatibles en el espacio la protección de los recursos naturales y culturales, con el uso y disfrute públicos, el Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, clasificado como suelo no urbanizable de protección especial, está dividido en cuatro tipos de zonas definidas:

Zona de reserva. Ocupa una superficie de 1.071 hectáreas, que representa el 22,8% de la superficie total del Parque. Su objetivo es preservar un área o elementos naturales que sean frágiles, únicos, raros, amenazados o representativos. No tendrán acceso interno libre (sólo con propósitos científicos o de control de medio ambiente) y se excluye el uso de vehículos motorizados. Su gestión puede ir desde la abstención hasta el manejo directo.

Zona de uso restringido. Es la zona más amplia, con una superficie de 2.511 hectáreas, que supone el 53,54% del total del Parque Nacional. Ocupa toda la franja que bordea las cumbres de la Caldera que son su límite exterior, e interiormente está delimitada por la zona de reserva desde la Cumbrecita hasta el barranco de Almendro Amargo, y desde aquí hasta el término del Parque en la zona suroeste, sus límites son: desde el barranco de Almendro Amargo hasta donde confluyen el de Taburiente y Verduras de Alfonso, continúa por el primero hasta el barranco de Hoyo Verde y ascendiendo por éste hasta la cota 1.200, siguiendo por ella, en dirección Suroeste, hasta el límite del Parque.

Es un área natural que ha recibido una mínima alteración causada por el hombre, y para preservar su ambiente natural sólo se permite un uso público moderado, encaminado fundamentalmente a la educación ambiental y el estudio científico.

Por su dificultad de acceso, esta zona, de una manera natural, ya está restringida al uso público. Como infraestructura únicamente existen los caminos de La Cumbrecita a Taburiente y de éste a Los Cantos de Turugumay, además de los servicios para el mantenimiento de las galerías de agua.

Zona de uso moderado. Está dividida en dos sectores con una superficie total de 1.093 hectáreas, que representan el 23,31% de la superficie del Parque. En esta zona están contenidas las áreas que han sufrido una mayor alteración por causa de la actividad humana. En ella se encuentran los caseríos de Tenerra y Taburiente, con sus tierras de cultivo agrícola y otros pequeños enclaves (Morro Colorado, El Capadero), donde hasta épocas relativamente recientes se realizaban prácticas agrícolas. Son áreas capaces de soportar el recreo al aire libre y actividades educativas (sin construcciones mayores que dañen el paisaje). Se tolera un moderado desarrollo de servicios destinados al uso de los visitantes (unidades de interpretación).

Zona de uso especial. Esta zona comprende dos pequeños enclaves en la zona de uso extensivo, que suman una superficie de 15 hectáreas, que representan el 0,32% de la superficie total del Parque. Se encuentran situadas, una en el interior de la Caldera y abarca terrenos anexos al caserío de Taburiente y los terrenos de El Capadero, donde se encuentra la actual zona habilitada para la acampada. La otra, en el collado de la Cumbrecita, punto de acceso a la Caldera por el barranco del Riachuelo y lugar de concentración de algo más del 90% de los visitantes del Parque Nacional, que en 2003 ascendió a la cifra de 377.726 personas. Se trata de zonas de reducida extensión, donde se ubican los servicios esenciales para la administración del Parque y algunos destinados al uso de los visitantes.

Con la promulgación de la Ley 4/1989, de 27 de marzo, de Conservación de los Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres, se volvió a reclasificar como Parque Nacional y se integró en la red estatal de Parques Nacionales.

Publicado en DIARIO DE AVISOS, 17 de octubre de 2004

Juan Carlos Díaz Lorenzo

El paisaje de Barlovento tiene uno de los encantos más atractivos de las tierras norteñas de La Palma. Desde hace varias décadas, un verde manto de plataneras se extiende desde Oropesa y aledaños bajo la atenta vigilancia del centenario faro de Punta Cumplida -una de las obras públicas más importantes de La Palma del siglo XIX-, cuya esbelta torre de piedra de cantería, situada sobre el promontorio de Punta Cumplida, domina ampliamente el paisaje. La producción, como es característica de la comarca, tiene una calidad indiscutible y contribuye al prestigio del plátano palmero en los mercados de referencia.

A más altura se encuentra el núcleo principal, Barlovento, cabecera del municipio más prometedor del norte insular, que ocupa, aproximadamente, la extensión que los investigadores prehispánicos otorgan al antiguo cantón de Tagaragre, situado entre los barrancos de La Herradura y Los Hombres, envuelto en la leyenda de Temiaba.

Más cercano en el tiempo, a mediados del siglo XIX, el célebre Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, de Pascual Madoz, editado en Madrid entre 1845 y 1850 [Ambito Ediciones, 1986, al cuidado de Ramón Pérez González], dice de este municipio que está situado «al pie de las escarpadas cimas de la cumbre, inmediato a la playa del mar, con buena ventilación, cielo alegre, despejada atmósfera y clima saludable». Formado por los pagos de «los Gallegos, la Palmita, Topa ó Cugas [Topaciegas], Catalanes, Medianías, Pedregales y las Cabezadas, con bastante número de casas esparcidas, de poca altura y por lo común cubiertas de paja», hacia 1850 tenía una población de 2.148 habitantes.

La iglesia parroquial, puesta bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, «que ocupa casi el centro de los pagos, es pobre y se sirve por un cura, dos sacristanes y un monacillo [monaguillo]; el curato es de entrada y se provee por S.M. o el diocesano, previa oposición en concurso general; tiene una ermita».

Al referirse a los límites municipales, el informante de Madoz dice que «confina al N con el mar, al E también con el mar y con San Andrés y Punta llana, al S con Tijarafe y Oeste con Garafía y Punta Gorda. Dentro del radio de su jurisdicción se encuentra la Caldera de Taburiente (v.), cuyo fondo hecho fértil con el tiempo y regado por muchas y abundantes corrientes de agua, provee de pastos a toda aquella parte de la isla, el Pico del Cedro, el de la Cruz y el de los muchachos, donde tiene su origen el r. Time, que después de fertilizar gran porción de terreno va a desaguar al mar; estos 3 picos son los puntos culminantes de la Caldera: la elevación del primero sobre el nivel del mar, es de 6.803 pies, la del segundo de 7.082 pies y la del tercero, de 7.234; en las faldas y hasta cerca de las cimas de los referidos cerros y por todo el camino que desde la Caldera conduce al pueblo, está poblado de bosques, de pinos, de brezos y otros muchos árboles y arbustos. El terreno, como ha podido inferirse por lo que se acaba de decir, es áspero, barrancoso y lleno de cortaduras y desigualdades hasta la misma playa, pero entre medio no faltan valles y cañadas de muy buenas tierras de cultivo, que regadas con diferentes manantiales de agua, son muy propias para diversos géneros de simientes y plantíos, especialmente bananos, naranjos cidroneros y todos cuantos frutos son propios de los trópicos».

La producción agrícola, además de lo citado, Barlovento también producía «pocos cereales, vino, almendras, miel, cera, seda, ganado lanar, cabrío, vacuno, de cerda y caballar». El capítulo económico se cifraba en 2.743.593 reales de capital de producción, 82.306 reales de capital imponible y una contribución de 34.149 reales.

Para acercarnos a una imagen retrospectiva del pasado, siempre resulta interesante conocer el testimonio y las impresiones de los viajeros del siglo XIX que recorrieron los caminos de la isla, entre los que figuran Charles Edwardes (1887) y Olivia Stone (1888).

Edwardes recoge sus impresiones en su libro titulado Excursiones y estudios en las Islas Canarias [traducción de Pedro Arbona, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1998]. Después de haber recorrido la villa de San Andrés y el poblado de Los Sauces, llegó el momento de continuar viaje en demanda de Barlovento, a lomo de bestias.

«Puntualmente, a las cinco de la mañana siguiente -comienza su relato-, fuimos despertados por nuestro mulero principal. Desde nuestra ventana, las cumbres de la Caldera, a tan solo cuatro o cinco millas de distancia, presentaban un terso color carmesí. Nos esperaba una larga y laboriosa jornada, por lo que no podíamos dedicar tiempo al disfrute exclusivo de las bellezas naturales. Todos, excepto nosotros, estimaban absurdo tratar de hacer el trayecto hasta Garafía entre el amanecer y el atardecer. Confiando en nuestros mapas, protestábamos que aquello tenía que ser posible. Encogiéndose de hombros y pronunciando ¡Ave Marías! y ¡carambas!, el alcalde acabó coincidiendo con nuestro anfitrión en que la empresa, aunque difícil, era ciertamente factible».

«Así, media hora después de que hubiera salido el sol -prosigue-, nos internamos en el primero de los doce barrancos que iban a caracterizar el día, el barranco de Herradura, un profundo abismo que comenzaba prácticamente a la puerta de la casa de nuestro amigo. Al alcanzar el otro lado, trotamos alegremente en medio de varios acres de ricos campos de ce-reales, adornados con amapolas rojas y amarillas, y de altramuces. Entonces ascendimos hasta una llanura de tierra roja, igualmente fértil, y pasamos la villa de Barlovento, salpicada de excéntricos molinos de viento y famosa en La Palma por su faro, que guarda el extremo noroeste de la isla».

«Continuamos subiendo hasta encontrarnos rodeados de brezos y cerca de los pinos de las montañas a nuestra izquierda, que a estas horas se hallaban barridas por las nubes. Una vez que la geografía norteña de la isla se desplegó por debajo nuestro en forma de amplias pendientes hasta el rocoso litoral batido por las olas, entonces pudimos hacernos una idea de los obstáculos que nos aguardaban. ¡Un barranco tras otro hasta la costa! Desde el borde de estas soberbias hondonadas contemplamos las escarpadas pendientes de ochocientos y mil pies de profundidad, mientras nos preguntábamos cómo las íbamos a superar. De hecho, ni siquiera los senderos estaban exentos de peligros. Estaban trazados en agudo zigzag en la cara de los pardos riscos, y allí donde se podía se habían clavado troncos de pino a la roca, dispuestos paralelamente y cubiertos con irregularidad de aulagas y barro, que formaban así una vía colgante de tres o cuatro pies de ancho. Cualquier caída desde el camino o por entre sus troncos suponía una forma de morir tan segura como simple. Incluso un mulo no parecía confiar demasiado en semejante obra de ingeniería y tuvo que ser arrastrado con cuidado por el hombre delante suyo, mientras se le empujaba y animaba desde detrás. En algunos tramos los troncos estaban tan podridos, que en una ocasión el animal hundió una de sus patas».

El viajero inglés se muestra impresionado después de atravesar los imponentes barrancos de Gallegos y Los Poleos. Tal impresión sigue cautivando, hoy en día, a propios y visitantes, ante el tajo que ha abierto la acción erosiva en el transcurso del tiempo medido en miles de años geológicos.

La costa de Barlovento, agreste y poco accesible por mar

«Mas, aunque agotadores, estos barrancos resultaban tan grandiosos que lograban acallar nuestras quejas. En las partes altas los bosques eran espesos. Pudimos ver y oír débiles cascadas que iban a caer en los profundos lechos por entre las enredaderas. De vez en cuando las nubes que rozaban las cabezas de los barrancos se desvanecían para revelar los elevados picos y crestas, asombrosamente cercanos, con sus manchas y cúmulos de nieve en las grietas de las vertientes».

«Los dos lugares donde descansamos ese día eran, aunque por diferentes razones, muy atractivos. Desayunamos sobre una zona de césped junto a las azules piedras del fondo de un barranco, de cuyas rocosas paredes colgaban mimbreras, zarzosas y de gran longitud, cerca de la angosta salida al mar. A unos ochocientos pies por encima nuestro había una pequeña casa negra, la última que íbamos a ver en horas, dijeron los hombres. Hacia allá subimos penosamente, después de desayunar, para comprar huevos crudos, por dos, tres peniques y medio, y comer cuajo y suero con unos granos de azúcar, cuidadosamente pesados por la señora de la casa como si se tratara de una carísima droga. Eran las nueve de la mañana. A las dos de la tarde consideramos que nos merecíamos nuevamente otro descanso. ¡Qué encantadora región recorrida en el intervalo! Completamente sin cultivar, si no completamente incultivable. De las verdes colinas cubiertas de asfodelos y botones de oro, habíamos ascendido a las rocosas cimas coronadas de gigantescos pinos, cuyos troncos, de una yarda de diámetro, se alzaban rectos y sin ramas hasta una altura de entre ochenta y cien pies. Después de atravesar un bosquecillo de laureles y jaras, pisamos la mullida alfombra de pinochas abriéndose un interminable panorama de troncos de pino a nuestro alrededor, en una atmósfera tan fragante como estimulante. Y así llegamos a una pequeña cañada, cubierta por una bóveda de entremezclados laureles y pinos, y llena del canto de los mirlos. Un manantial corría, y fue a su lado que descansamos durante media hora en la fresca sombra».

A pesar de ir conducidos por muleros que debían conocer el camino, de la crónica de Edwardes se desprende que se habían perdido en su camino, lo que frustró su deseo de llegar a Garafía en una jornada de sol a sol:

«Por espacio de siete u ocho horas habíamos avanzado a paso ligero a través de aquella accidentada y elevada región. Entonces, cuando la luz comenzaba a difuminarse en las refulgentes copas de los pinos, los hombres admitieron que se habían extraviado. No era nada extraño, pero sí molesto. Gritaban, uno después del otro, mientras continuábamos dubitativamente, subiendo y bajando colinas, con la esperanza de que algún oculto pastor les oyera. En eso fuimos afortunados, ya que después de un rato escuchamos el tintineo de los cencerros vimos allá, en lo alto de un verde y cónico montículo coronado de pinos, un rebaño caprino y una pareja de muchachos cubiertos con largas capas blancas. Los chicos estaban tan asustados que contestaban «sí, señor», a todas nuestras preguntas. Sólo cuando comenzábamos a alejarnos, el más atrevido de los dos nos dio algunos consejos con voz estentórea.

Sus indicaciones nos llevaron de nuevo a lo alto de la montaña. En el camino penetramos en un banco de niebla, seca e inocua, que el sol atravesaba parcialmente, provocando extraños y bellos efectos visuales en nuestro entorno. El oro de las ramas laterales de los pinos se hallaba rociado de púrpura, las rocas se sonrojaban intensamente y las siemprevivas que las cubrían con profusión destacaban como amatistas en aquel bello escenario. Hasta el musgo bajo nuestros pies se teñía prismáticamente, y así, durante unos breves minutos, nosotros y todo lo que nos rodeaba sufrimos una transfiguración tan romántica como exquisita».

La viajera inglesa Olivia Stone se mostró poco interesada por conocer Barlovento con el recorrido que había hecho un año antes su compatriota. En su libro Tenerife y sus seis satélites [traducción de Juan S. Amador Bedford, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995], escribe lo siguiente:

«Continuamos hasta que llegamos al barranco de la Herradura, una garganta bastante atractiva, con agua y árboles. Dirigiéndonos hacia el mar, bajamos caminando por sus riberas una corta distancia, hasta que divisamos el faro. Es una construcción bastante moderna y, evidentemente, se considera uno de los puntos de interés de La Palma. Nos interesaba la gente más que el faro, así que no quisimos desperdiciar nuestro tiempo viéndolo. Hay sólo tres hombres al cargo del faro».

A comienzos del siglo XX, otro inglés, A. Samler Brown, en su Guía de Madeira, Las Islas Canarias y las Azores [traducción de Isabel Pascua Febles y Sonia C. Bravo Utrera, Cabildo Insular de Gran Canaria, 2000], dice de Barlovento que «está situado a 1.700 pies, población 1.986 habitantes, hay una iglesia y posibilidad de alojamiento, se llega en 1½ h. (es posible visitar el faro en 1½ h). Las Toscas de Barlovento, que se encuentra a 1.530 pies a donde se llega en 1¾ h, cuenta con una gran cantidad de dragos en los alrededores, no hay alojamiento. También merece la pena visitar el Bco. Gallegos, hasta cuyo fondo se puede descender 1.200 pies después de 3½ h, llegar a la venta de los Gallegos, a 900 pies, donde hay alojamiento. Después de este pueblo el paisaje es aún más hermoso, especialmente si se observa desde el sendero».

Publicado en DIARIO DE AVISOS, 2 de diciembre de 2007

 

Cien años en sociedad

diciembre 3, 2009

Juan Carlos Díaz Lorenzo

Conociendo el ánimo, la constancia, el tesón y el espíritu de trabajo, el amor a su tierra así como las ansias culturales y el afán de superación que han caracterizado a generaciones enteras de palmeros, no resulta difícil imaginarse el ambiente y el empeño con el que a comienzos del siglo XX un entusiasta grupo de jóvenes de Los Llanos de Aridane promovió la creación de la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane, de la que el próximo 24 de junio, festividad de San Juan, se cumple su primer centenario.

La vida social y cultural de la ciudad, del valle y de la Isla de La Palma tiene un claro referente en la contribución distinguida de esta sociedad ejemplar, exponente de su lema fundacional: Laboremus pro Aridane. Tal empeño está avalado por cien años de vida, cien años de historia en los que ha conocido diversas etapas en su desarrollo, condicionadas en muchos casos por el acontecer social, económico y político, aunque siempre libre e independiente en sus ansias de cultura y de libertad.

En los últimos años, la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane vive una época de notable esplendor y el viejo caserón de la plaza de España de la ciudad a la que enaltece, abrigado a la sombra de los corpulentos laureles de Indias y del viejo campanario de la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios, es cita obligada para la cultura, la paz y la concordia de un pueblo noble y trabajador, cuya capacidad de liderazgo en el espacio insular resulta cada día más patente.

Una fecha tan significativa requería, obviamente, de un programa de actos acorde a la importancia del acontecimiento. En las últimas semanas estamos asistiendo a la celebración de un amplio elenco de actividades, así como de merecidos reconocimientos, como la Medalla de Oro de Canarias, Medalla de Oro de la Ciudad de Los Llanos de Aridane e importantes distinciones, entre las que figura la entrega de la Bandera de Canarias, de manos del consejero de Infraestructuras, Antonio Castro Cordobez; anteriormente había recibido la Bandera Nacional, en el transcurso de un emotivo acto cívico-militar; homenajes de diversa índole, actuaciones musicales, recitales poéticos, conferencias y un largo etcétera, todo lo cual pone de manifiesto la importancia de la entidad y su protagonismo.

La creación de la sociedad Aridane es el resultado del compromiso de un grupo de jóvenes de su tiempo al amparo del espíritu de las sociedades de instrucción y recreo, que tanto arraigo y prestigio tendrían durante toda una época. Quienes la promovieron tenían claro el protagonismo que estaría llamada a tener en el futuro. Sería la sociedad más significativa de la ciudad y del valle de Aridane -lo que acreditaría con suficiencia en el transcurso del tiempo- y estaría entre las más importantes de la isla, como así ha sido, convertida en un referente permanente para la cultura insular.

La tradición oral cuenta que a finales de 1905, en una noche lluviosa y fría del mes de diciembre, un grupo de jóvenes comprometidos con su tiempo y con altitud de miras, deseosos de compartir afanes y desvelos, fueron a reunirse en el inmueble del número 17 de la antigua calle del Medio, en la que vivía Manuel Carballo Wangüemert, en la que abordaron la idea de fundar una sociedad de instrucción y recreo que sirviera de punto de encuentro e inquietudes, forjando así el nacimiento de una entidad que acogiera las reuniones que hasta entonces se hacían en el cuarto de la música, en la piedra grande del Cantillo, en el muro bajo del Trocadero, en el tronco de la calle de la Salud, a la luz de candil de las ventas de la época o en las piedras de la cruz de doña Lorenza, lugares éstos que acogían a los jóvenes tertulianos de Los Llanos.

De los asistentes a aquella reunión conocemos sus respectivas identidades: Adolfo Pérez Ortega, Rafael Arroyo Cruz y Cipriano Castro Pérez, más el ciado Manuel Carballo Wangüemert. Los cuatro jóvenes se dirigieron al establecimiento que entonces regentaba José Amaro Duque en los bajos de la casa de la familia Kábana, en el número 9 de la antigua calle Real, donde se dieron cita otros jóvenes de su tiempo, interesados, como éstos, en el mismo objetivo. Ellos eran José Duque Guadalupe, Mariano Ferrer Bravo, José Campos Cabrera, Conrado Hernández de las Casas, José Pérez Díaz, Armando Wangüemert Leal, Benigno Carballo Carballo, Enrique Mederos Lorenzo, Antonio Carballo Wangüemert, Domingo León Rodríguez, Francisco Sosa Lorenzo y Manuel Ruges.

Como cabe suponer, el proyecto fue acogido con el mayor entusiasmo, de tal modo que, en consonancia con los ímpetus que adornan los años juveniles, aquella misma noche, y sin pérdida de tiempo, los promotores de la idea se trasladaron al barrio de Triana, donde vivía otro amigo coetáneo, Mauricio Duque Camacho, para pedirle a éste que su padre, Victorino Duque, accediese a alquilar los bajos del número 26 de la casa que poseía en la citada calle Real de la ciudad aridanense.

Tal empeño encontró el respaldo que merecía. Con la anuencia de Victorino Duque, los animosos jóvenes reunieron un modesto mobiliario y comenzaron a dar los primeros pasos como tal sociedad, trasladándose posteriormente a la antigua casa del recordado maestro León María Camacho.

A excepción de José Duque Guadalupe y José Campos Cabrera, que eran entonces personas de más edad, el resto de los promotores de esta empresa fueron exclusivamente jóvenes. Imbuidos, posiblemente, de la idea de que cuestiones de orden político o religioso pudieran influir negativamente en el buen fin del proyecto y alterar la armonía entre sus socios, uno de sus promotores, Conrado Hernández de Las Casas, propuso hacer constar en el reglamento la absoluta prohibición de hablar sobre estos temas.

En la noche del 24 de junio de 1906 quedó oficialmente constituida la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane, de la que fue primer presidente Mariano Ferrer Bravo, teniente del arma de Infantería, nacido en Cuba y destinado entonces en el Segundo Batallón de Cazadores La Palma nº 20.

Seis días después celebró su primera velada literario-musical, a la que se invitó a los presidentes de las sociedades que entonces existían en La Palma. No resulta difícil imaginarse el ambiente de euforia y entusiasmo que habría de presidir la reunión: ¡¡cuántos afanes y cuántos desvelos, cuántos ímpetus, cuántas ilusiones, cuántas inquietudes, cuánto orgullo en una tierra tan volcada en los afanes de la libertad!!

A partir de entonces, y pese a lo modesto de los inicios, la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane se convirtió en un elemento vital de la vida cultural de la ciudad y de la Isla. Puesto que se trataba de una sociedad de instrucción, en atención a dicho cometido, el 22 de noviembre de 1906 se aprobó la apertura de la Escuela Elemental Nocturna de Adultos, con el loable objetivo de enseñar a leer, gramática, aritmética, música, normas de urbanidad… todo con el afán de enriquecer la cultura del pueblo, que entonces, al igual que ocurría en otros muchos lugares del archipiélago, el índice de analfabetismo era elevado. A estas clases, que eran totalmente gratuitas, podían asistir tanto los socios y los hijos de socios, como aquellas personas que, siendo pobres, quisieran aprender a leer y escribir.

Fachada del Casino de Los Llanos de Aridane

Patio interior y galería de la sede del Casino

El casino es animado punto de encuentro y amistad

De las diversas actuaciones realizadas en sus primeros tiempos destacamos, entre otras, las siguientes: telegrama de condolencia por el asesinato del presidente de la sociedad «La Investigadora» de Santa Cruz de La Palma, Siro González de las Casas (septiembre de 1906); mensaje de despedida al presidente Mariano Ferrer Bravo (octubre de 1906); actuación de la compañía de zarzuela (enero de 1907); y nombramiento de Félix Wangüemert y Poggio como socio corresponsal en Barcelona (marzo de 1907).

En 1932 se suspendieron los bailes de carnaval por la epidemia de peste en Argual, cediéndose el salón de la sociedad al Ayuntamiento para la confección de ropas y demás necesidades con dicho motivo. En 1933, la señorita María Martín Capote, en representación de la Sociedad, fue elegida Miss Valle de Aridane. En 1935 expresó su condolencia por el fallecimiento de la señorita Dolores González Martín, miembro del orfeón de la Sociedad y en ese mismo año se rindió homenaje al maestro Ramón Pol Navarro.

El 19 de abril de 1936, Izquierda Republicana solicitó el salón de la Sociedad para celebrar un baile. En los días previos al 18 de julio, la Sociedad acordó hacerse cargo de la celebración de las fiestas de la Patrona, destinando los beneficios obtenidos a las mismas. El 8 de septiembre del citado año, solicitó al Tribunal Militar de Tenerife el indulto de la condena de pena de muerte impuesta al líder comunista palmero José Miguel Pérez.

Con el mayor sentimiento de tristeza, la Sociedad y cuantos le conocieron tuvieron noticia del trágico final de su primer presidente, Mariano Ferrer Bravo, en julio de 1936, mientras se encontraba de veraneo en la isla Cabrera, presumiblemente atraído por su afición a la entomología, fue detenido y trasladado a Menorca, siendo fusilado en las proximidades del puerto de Mahón.

Merece la pena que nos detengamos en esbozar en unas líneas la trayectoria de este personaje. Había nacido en La Habana el 26 de julio de 1883 e ingresó en agosto de 1899 en la Academia de Infantería, de la que salió en septiembre de 1901 con el empleo de segundo teniente. Desde septiembre de 1904 y por espacio de dos años estuvo destinado con el empleo de teniente en el Segundo Batallón de Cazadores La Palma nº 20, al que nos hemos referido. Durante su estancia en la isla se implicó decididamente en la vida social y cultural de la misma, convirtiéndose en uno de los fundadores y primer presidente de la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane.

En 1911 ascendió a capitán e intervino en los conflictos militares de Marruecos. Por su actuación fue condecorado con varias cruces rojas al Mérito Militar, que sólo se otorgan en caso de guerra. En noviembre de 1922 solicitó la situación de supernumerario sin sueldo y con residencia en el norte de África, ocupando plaza de concejal en el Ayuntamiento de Ceuta y correspondiente en Tetuán de la Real Academia de la Historia.

En 1924 pidió la vuelta al servicio activo y fue destinado al Regimiento de Infantería Covadonga nº 4, de guarnición en Madrid, aunque pasó destinado a la Sección Histórica del Estado Mayor Central. En 1925 ascendió a comandante y por entonces ingresó en el Real y Militar Orden de San Hermenegildo. En 1931, siendo comandante de la Caja de Reclutas nº 48 de Cartagena, se retiró del servicio activo. Hombre de vasta cultura y conocimientos, Mariano Ferrer hablaba portugués, árabe y traducía del francés. En reconocimiento a su trayectoria, la Cámara Municipal de Lisboa le concedió la Medalla de Oro de la ciudad; la Universidad de Coimbra le distinguió con su Collar de Oro y el Gobierno de Portugal, con la Cruz de Cristo en la categoría de Gran Oficial.

El 1 de febrero de 1937, la Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane solicitó la conmutación de la pena de muerte que pesaba sobre Modesto Carballo Sosa. Eran tiempos difíciles. El 13 de enero de 1940, la junta general se celebró con la presencia del jefe de la Guardia Civil.

En los meses de junio y julio de 1949, con motivo de la erupción del volcán de San Juan, la Sociedad puso sus medios a disposición de las autoridades para ayudar en lo posible a los evacuados y damnificados. A finales del mes de julio recibió la visita del ministro de la Gobernación e ilustre paisano, Blas Pérez González.

El 3 de julio de 1955 se colocó una lápida de gratitud en memoria de los socios fundadores, así como otra en recuerdo del insigne maestro León María Camacho, donada por Cándido Rodríguez Ortega. Ese mismo día se celebró un homenaje a Tomás Felipe Camacho, uno de los palmeros más destacados de la primera mitad del siglo XX.

Galería de presidentes

La Sociedad de Instrucción y Recreo Aridane ha tenido, hasta el momento, 46 presidentes, algunos de los cuales han repetido cargo en varias ocasiones. La relación es la siguiente:

Mariano Ferrer Bravo (1906), Conrado Hernández de las Casas (1906-1907), Ezequiel Cuevas Pinto (1907-1908), Francisco Sosa Lorenzo (1908-1909), José Kábana Valcárcel (1909), Enrique María Pérez y Pérez (1909-1910), Rafael Alonso Hernández (1910-1911), José María Pérez Rodríguez (1911-1912), Rafael Alonso Hernández (1912-1913), Armando Wangüemert Leal (1913-1916), Alfredo Llanos y Arroyo (1916-1917), Benigno Capote Carballo (1917-1919), Armando Wangüemert Leal (1919), José Campos Cabrera (1919-1920), Salvador García Sanguino (1920-1921), Armando Wangüemert Leal (1921), Mauricio Duque Camacho (1921-1924), Adolfo Pérez Ortega (1924-1925), Victorino Sierra Ruiz (1925-1927), Nereo Martín Pérez (1927-1928), Enrique Mederos Lorenzo (1928-1929), Adolfo Pérez Ortega (1929-1930), Nereo Martín Pérez (1930-1931), Tomás Felipe Carballo (1931-1932), Rafael Alonso Santos (1932-1934), Manuel Cáceres Hernández (1934-1935), Miguel Pereyra García (1935-1936), Juan Sánchez Rodríguez (1936-1937), Rafael Alonso Santos (1937-1941), José Orestes Pérez Pulido (1941-1948), Conrado Hernández Álvarez (1948-1953), Enrique Mederos Pérez (1953-1954), Oscar Hugo Hernández Simón (1954-1958), Rafael Arroyo Felipe (1958-1960), Francisco Lavers Pérez (1960-1962), Tomás Acosta Amuedo (1962-1965), Orestes Galván González (1965-1968), Vicente Sosa Hernández (1968-1970), Dionisio Castro Pérez (1970-1974), Juan Antonio Rodríguez Díaz (1974-1976), Dionisio Castro Pérez (1976-1979), Leodegario A. Mederos Pérez (1979-1987), Simeón Walter Acosta Nazco (1987-1997), Rosendo Javier Rodríguez Negrín (1997-1998) y Hugo Castro Bethencourt (desde 1998).

Hugo Castro Bethencourt agradece la Medalla de Oro de Los Llanos de Aridane otorgada al Casino de la ciudad

Todos ellos, y sus respectivos compañeros de junta directiva, así como sus muchos socios, se han esforzado para el progreso de la Sociedad de Instrucción y Recreo en beneficio del arte y de la cultura, de la paz y de la libertad. De su inquebrantable amor y respeto a su ciudad natal y a su Isla amada.

Publicado en DIARIO DE AVISOS, 18 de junio de 2006

Fotos: César Borja